El año que viene René Gerónimo Favaloro cumpliría un siglo. Nacido en un humilde barrio de La Plata el 12 de julio de 1923, acababa de festejar 77 años en la austeridad de un monasterio y hacía 33 que se había convertido en uno de los argentinos más célebres al sistematizar la técnica de bypass coronario que salvó millones de vidas en todo el mundo, cuando se mató de un tiro en el corazón.
Ese corazón destrozado era un símbolo. El mensaje póstumo de un hombre que había construido una imagen personal impoluta que era su mayor capital y pensó hasta el final en la trascendencia. Lo atravesaban emociones contrapuestas: por un lado, estaba a punto de casarse con Diana Truden, la mujer de la que estaba perdidamente enamorado y a la que le llevaba 46 años. Tenían fecha en el civil para el mes siguiente, habían blanqueado su noviazgo apenas un mes antes. Por otro, la fundación con su nombre, que era su verdadero orgullo y la pasión de su vida, atravesaba una profunda crisis financiera que amenazaba con correrlo de su rol ejecutivo.
Favaloro fue tan meticuloso como en el quirófano para planear su suicidio. El sábado 29 de julio de 2000 se despertó con su novia en su departamento de la calle Dardo Rocha. Ya había escrito varias de las siete cartas que la policía iba a encontrar después prolijamente ordenadas sobre la mesa del comedor. Había almorzado ahí con Diana a las 13.30 y, después de que ella se fue a su casa a buscar ropa para mudarse con él, cerró la puerta de servicio y dejó la llave puesta. Esa mañana, a las 8, había ido a la Fundación Favaloro para la Docencia e Investigación Médica por última vez. Lo vieron taciturno, pero eso era habitual en él. Después de comer, cuando se despidió de Truden, le dijo que iría a La Plata a visitar a su sobrino Coco.
En vez de eso, se duchó, se afeitó, y volvió a ponerse el pijama. Entonces, escribió una última carta. La de Diana ya estaba en un sobre lacrado, junto a otro en el que se leía: “Cosas de Diana, deben ser devueltas en sobre cerrado a Diana Truden”. En esa nota, que luego quedaría guardada en la caja fuerte del Juzgado de Instrucción 41, secretaría 112, le decía: “Ha llegado el momento de la gran decisión… Tú no eres culpable de nada… Mis proyectos se han hecho pedazos. No puedo cambiar los principios que siempre me acompañaron. Creo que la Fundación se derrumba. No podría aguantar como testigo lo que construí, con tanta fuerza, ahora su destrucción. Estoy cansado de luchar y luchar. Remando contra la corriente en un país que está corrompido hasta el tuétano. Tú eres testigo de mi sufrimiento diario. Te agradezco todo lo que me has brindado. Particularmente en este último año”. Era la sintaxis errática de un espíritu atormentado.
“Nunca podrás imaginar cuánto te he amado –seguía la carta para la mujer de 31 años que era además su secretaria–. Nunca tuve nada igual. No se puede comparar con nada semejante de mi pasado. Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia. Y no te pude brindar hijos. Rezá un poco por mí. Sé que te recuperarás porque eres fuerte. El tiempo lo arregla todo. Sé que sufrirás un poco al principio, pero tú también me amaste… Espero que encuentres el hombre que hagas feliz. Dios así lo querrá. No sufras, por favor, no sufras mucho. Tienes muchos desafíos por delante. El más importante es escribir, escribir y escribir. Tienes grandes condiciones para hacerlo. Te he amado con locura. Estaré pensando en ti, solamente en ti, hasta el último segundo. Un abrazo grande, muchos besos, René”.

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