Enrique Pinti nació el 7 de octubre de 1939 en una familia de orígenes diversos, falleció en las últimas horas a los 82 años. Su papá trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas, pero su mamá había tenido una muy buena situación económica. Su abuelo materno vino de Italia en 1898 y “ya tenía plata”. Tuvo una finca con bodega en Mendoza y le regaló a su hija un petit hotel de 14 habitaciones en el cruce de Entre Ríos y Brasil. Allí creció Enrique, y contaba que de chico era “totalmente sociable” y agregaba con humor: “Pero no me dejaban salir a la calle, y como tenía una casa grande, decían: ‘No entiendo por qué tenés que juntarte con esos vagos del conventillo de enfrente; invitá a los compañeritos del colegio’. De los cuales tres vivían en el conventillo de enfrente”.
Pinti recordaba que en el colegio era un desastre porque “estudiaba nada más que lo que me gustaba”. A los 6 años comenzaron sus problemas de sobrepeso. “A mí personalmente no me importaba hasta que empecé a tener contacto con la sociedad competitiva”, comentó en una oportunidad al respecto. Su sobrepeso y su indiferencia total por el fútbol lo hicieron un fanático del cine. “Nunca me mandaban al arco. Cuando me invitaban a jugar al fútbol, yo les decía ‘vayan, ganen pero a mí no me rompan los huevos que no nací para esto. Yo iba tres veces por semana al cine. Si en el fútbol no era bueno en eso era tres veces bueno”, contaba con orgullo.
Cuando vio La marca del Zorro con Tyrone Power decidió que sería actor, soñaba aparecer con peluca, barba, hacer películas de época. “Me imaginaba el cartel con mi nombre con bombitas rojas. En la puerta del teatro había cola de gente que luego me aplaudía de pie”. De chico ese era el sueño, de grande fue su realidad. Fue para esa época también que descubrió que el humor era algo casi innato. Después del cine, llegaba a su casa y contaba el argumento de la película y todos se morían de risa, pero cuando las iban a ver morían de aburrimiento.
Al terminar el secundario arrancó con Derecho pero como “una manera de engrupir a mi padre”. Ya hacía teatro independiente, se levantaba a las 8 de la mañana y se acostaba a la una de la madrugada por lo que se la pasaba durmiendo en la mayoría de las clases. Recién rindió una materia al año y medio. Su camino estaba por otro lado.
El artista que hizo de la verborragia una marca personal tuvo un comienzo frustrante. En 1957 era su debut teatral, debía decir solo una frase -“queremos al zurdo”- pero se la suprimieron porque tenía mala dicción. “¿Cómo podía ser que yo, el gran charlatán, que el único insuficiente que traía del colegio era por charlar, no pudiese lanzar una frase porque no se escuchaba?”, reflexionaba con ironía.
Su primer papel pequeño pero importante fue a los 18 años en El burgués gentilhombre de Moliere. “Era un teatro independiente pero profesional. Sólidamente armado con Alejandra Boero, Héctor Alterio, Pedro Asquini. No era una tontería”. Sin embargo, el crítico Kive Staiff los destruyó. “A los niños, el 14 empiezan las clases”, escuchó como una puñalada. Cincuenta y tres años después la vida le daría revancha. Protagonizaría la obra en el Teatro San Martín que en ese momento dirigía Staiff.
Fue abandonando Derecho poco a poco. Consiguió trabajo en la boletería de Nuevo Teatro y empezó a cobrar unos pesos por derechos de autor de algunas obras que había escrito. En 1969 trabajaba haciendo encuestas cuando Andrés Percivale le pidió que escribiera unos guiones humorísticos para su programa Casino Philips, al tiempo Osvaldo Miranda le encargó que le escriba los sketches y Eduardo Bergara Leumann, le pidió también algunos textos para la Botica del Ángel. Hasta que Canela lo llamó para su programa La luna de Canela, donde lo hacía escribir pero también lo puso de coanimador. “Eso me empezó a dar de comer y mucho”. Además entre 1969 y 1975 escribió los guiones de la historieta El Mono Relojero, para la revista Billiken.
Consolidado como el autor que no quería ser, peleaba su lugar como el actor que soñaba ser. Había pasado los 30 y no lograba un nombre entre los que sentía sus hermanos artísticos: Antonio Gasalla, Nacha Guevara, Edda Díaz. En 1973 lo convocaron para ser parte de Juan Moreira Supershow pero ni la obra ni el texto lo convencían. “No hallaba quién pudiera decir lo que yo quería interpretar”, lamentaba. Entonces, decidió protagonizar sus textos y comenzó con los espectáculos unipersonales Historias recogidas y el Show de Enrique Pinti. Así comenzó su camino propio.
El 15 de marzo de 1985, ese actor grandote y de talento histriónico estrenó Salsa Criolla, una cabalgata histórico musical que reseñaba la historia argentina desde la llegada de los españoles hasta nuestros días. Realizó 2998 presentaciones y la vieron casi tres millones de espectadores. Recibió muchas críticas por lo que sería su sello personal: el uso de malas palabras. Algunos espectadores llegaron a escribirle cartas quejándose. “Me importa un rábano. Para mí es la cáscara, cada cual elige lo que mejor lo expresa. Aristófanes utilizó un lenguaje obsceno para decir cosas muy importantes. Lo mismo hicieron Boccaccio o Rabelais. Niní Marshall, Juan Verdaguer, Luis Landriscina no necesitaron decir malas palabras pero yo necesito decirlas para expresar, cosa que escandaliza a los imbéciles”.
Para justificar su estilo, contaba que en la familia de sus padre eran todos “unos malhablados fantásticos. Todos los domingos aparecían los chistes verdes, puteadas de mi padrino que era médico de clase, y de mi tía, una gran beata pero también una excelente puteadora”. Se indignaba con los que le decían “¡Ay, Pinti, qué grosero!” porque “es una hipocresía social muy grande. No solo acá, en todo el mundo. En Estados Unidos se escandalizaron más con la teta que se le escapó a la hermana de Michael Jackson que con la invasión a Irak. Eso habla muy mal de la sociedad”.
En cuestiones políticas, Enrique aseguraba que solo fue un defensor acérrimo de Raúl Alfonsín. “Lo defendía arriba del escenario, decía: ‘¿Por qué no se quejaban antes? Con los militares no hacían nada. En Chile las mujeres salieron a mover las cacerolas; acá, salvo las Madres de Plaza de Mayo, el resto se quedó en su casa. ¿Y ahora porque hay asaltos dicen que la democracia tiene la culpa’’. Decía de todo en Salsa criolla.
Después del éxito de Salsa criolla, siguió dos años con El infierno de Pinti, otros dos con Pinti canta las 40, tres de Candombe nacional, Pingo argentino, Pinti argentinos y otros más. Además actuó en los musicales Los productores, Hairspray y Antes de que me olvide y realizó las adaptaciones de Chicago con Nélida Lobato, Yo quiero a mi mujer, Filomena Marturano y El joven Frankestein. Reconocía que sobre el escenario se transformaba: “Creo en lo que digo y comparto con la gente una suerte de fascinación” para afirmar “el mío es un oficio hermoso, pero ojo que hay algunos que se creen que esto no es un trabajo más y se endiosan estúpidamente. Cuando se caen hacen un ruido espantoso y obviamente no se levantan más”.
Agudo observador de la realidad, en los 90 llegó a tener una columna semanal en un diario, en la radio y en un programa de canal 9 donde comentaba las noticias del día. Sus palabras no solo mostraban su nivel cultural, sino también un gran conocimiento de la historia argentina, sin embargo a veces caía en ciertas frases donde la crítica fácil era más sencilla que el compromiso o la búsqueda de una solución. “Hablo así no por soberbia, sino por cagazo” respondía ante las críticas.
A la hora de buscar un testimonio inteligente, Pinti era un número puesto en las redacciones. Salvo economía, deportes e informática -“de todo eso no tengo ni idea”- opinaba de cualquier tema. Una de las situaciones más insólitas fue cuando lo llamaron para opinar sobre el romance de Pata Villanueva y David Lebón o cuando Estela Raval y Ricardo Romero se estaban separando. No solo los periodistas lo convocaban -en 1992, por ejemplo, participó en 125 notas-. Solía contar que una vez una docente del Colegio Nacional de Buenos Aires lo llamó para que le diera una clase a sus alumnos, y él accedió. “Les hablé de la comedia profana”.
Al hombre que hacía reír lo hacía reír “la pureza de Pepe Biondi, la genialidad de Chaplin, la maravillosa acidez de Woody Allen, la sutileza de Bernard Shaw y Oscar Wilde, disfruto de la comedia de Moliere y me retuerzo con las guaranguadas antiguas de Quevedo, Bocaccio y Aristófanes”.
Cuando no trabajaba su gran pasión era viajar, ritual que cumplía dos veces al año. “Desde el 77 tengo la buena costumbre de laburar diez meses y descansar dos, rigurosamente. Hay que trabajar y saber parar”, explicaba, y lo recomendaba a quien quisiera escucharlo: “Si podés económicamente, viajá que hace muy bien. Te relajás, tenés otra perspectiva de todo, conocés, redescubrís, no hacés nada. Para mí, los viajes son soplos de libertad. En la dictadura, por ejemplo, aprovechaba para ver películas que acá estaba prohibidas”. Sin embargo, en sus planes nunca estuvo llevar sus monólogos al exterior. ¿Me imaginás contando el caso Cóppola en otro idioma? Aunque lo pronunciara de maravillas, igual sonaría mal”, justificaba. No era el único motivo, claro. “En muchos países la legislación prohíbe decir malas palabras. Esta es una posibilidad casi única que te da la Argentina”.
Quizá entre sus deudas pendientes estuvo la de no haber vivido un gran amor. “Siempre le tuve miedo al compromiso. Leí que es algo propio de mi signo (Libra), un miedo a que no funcione nada; prefiero las amistades”. Aseguraba con humor que “como uno siempre tiene que estar en pareja, mi pareja ha sido mi representante, o Juanito Belmonte, mi jefe de prensa que también es amigo, o Andrés Percivale o Alejandra Boero, mi madre, mi padre… siempre tuve líos con ellos. Celos, abandonos, planteos: todo el quilombo que se tiene con la pareja”.
En la vida cotidiana, le gustaba levantarse tarde, disfrutaba de las comedias norteamericanas, el tango y el folklore pero también Bach y la opereta austríaca. Le gustaba observar como otros practicaban deportes y admiraba los canales que pasaban noticias las 24 horas. Su estación favorita era el otoño y detestaba el verano. Adoraba las largas sobremesas y disfrutaba, después de cada función, de ir con sus amigos a cenar. No le gustaba ir de compras, detestaba cocinar y odiaba hacer kilómetros en auto por una ruta. Su programa ideal era ir al cine y cuando llovía, mucho mejor. Admitía que no se resistía a una rica pizza pero que no le iba la comida exótica. Contaba que el regalo más ridículo que le hicieron fue una jaula enorme desarmada que le trajeron de San Francisco justo a él que nunca tuvo pájaros y que su manía insufrible era “perder todo y preguntarles a los demás dónde lo puse”.
Se definía como “un buen tipo. Sincero, abierto, un poco cobarde, un poco pesimista y un buen actor”. Cuando le preguntaban a Pinti cómo se imaginaba el Cielo, contestaba que se imaginaba en una casa “llena de malhablados, de locos y de gente macanuda. Con alguna que otra condicional.” Ojalá encuentre esa casa y si no la encuentra es porque quizá Dios en vez de una casa le preparó un teatro donde las risas se confunden con los aplausos y solo quedan los artistas.
«Soy un fanático de mi profesión. Amo todos mis trabajos», aseguraba Pinti

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